Jürgen Habermas

La solidaridad: una salida a la crisis de Europa

La Unión Europea (UE) nace a partir de los esfuerzos de elites políticas que contaron con el consentimiento de la población para avanzar en el proceso de unificación. Sin embargo, fue un consentimiento más bien pasivo, que se mantuvo indiferente en tanto el proyecto era percibido como favorable a sus intereses económicos. Así, la UE se legitimó ante los ojos de los ciudadanos más por sus resultados concretos que por el hecho de haber cumplido una voluntad política determinada, lo que se explica no sólo por la historia de sus comienzos sino también por la forma legal que fue adquiriendo. El Banco Central Europeo, la Comisión Europea (integrada por representantes de los 28 Estados miembros) y el Tribunal de Justicia han intervenido muy profundamente en la vida cotidiana de los ciudadanos de la región a lo largo de las décadas, pese a que se trata de instituciones supranacionales que se encuentran poco sujetas a los controles democráticos. Por otra parte, el Consejo Europeo, que asumió enérgicamente la iniciativa durante la crisis financiera, está compuesto por jefes de Gobierno o de Estado de los 28 países; su función, a los ojos de los ciudadanos, es representar sus respectivos intereses nacionales en la distante Bruselas. Se suponía que el Parlamento Europeo, elegido por voto directo de la población en los diferentes países, tenía que constituir un puente entre el ámbito nacional y las decisiones tomadas en Bruselas; ese puente, sin embargo, se encuentra casi desprovisto de tránsito.

El resultado es una brecha entre la opinión y la voluntad de los ciudadanos, por una parte, y las políticas efectivamente adoptadas para resolver los problemas más acuciantes, por la otra. Esto también explica por qué las concepciones sobre la UE y las ideas sobre su futuro se han mantenido en general difusas para la población. En efecto, las opiniones informadas y las posturas articuladas son en su mayor parte monopolio de los políticos profesionales, las elites económicas y los académicos con intereses directos en el tema; ni siquiera los intelectuales públicos que generalmente participan en los debates de actualidad han hecho suya la cuestión.

En este marco, los ciudadanos coinciden en una actitud euroescéptica, que se ha vuelto más aguda durante la crisis, aunque por razones diferentes y muchas veces opuestas en cada país. Sin embargo, la creciente resistencia a la integración no resulta decisiva para el curso real de la gestión política de la UE, pues esta se encuentra en gran medida desacoplada de los debates a escala nacional. En realidad, la gestión de la crisis está en manos de un grupo de políticos pragmáticos que se mueven según una agenda de avance gradual, pero que carecen de una perspectiva más amplia y abarcadora. Su objetivo es lograr “más Europa” porque quieren evitar la alternativa, mucho más dramática y probablemente costosa, de abandonar el euro.

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