Daniel Link

Drogas e imaginación: cuatro regímenes

Régimen de acumulación

En uno de los textos que Walter Benjamin escribe a propósito de sus experimentos con el haschisch (aunque muy transitados, la reciente nueva edición de Godot –Hachís, Buenos Aires, 2021– nos obliga a revisitarlos), disuelve el self detrás de una máscara ficcional bastante precaria cuando se comparan los párrafos de este texto con otros idénticos en el mismo libro. “Mi amigo, el filósofo Ernst Bloch, dejó caer en un contexto del que jamás llegué a enterarme, la siguiente frase: que no hay nadie que no haya estado alguna vez en su vida a punto de hacerse millonario. Nos reímos”.

Luego sigue el relato de una anécdota atribuida a un pintor inventado, Eduard Scherlinger, quien habiendo recibido una herencia nada desdeñable, la dejó en depósito en un banco para que la invirtieran en su nombre, antes de viajar a Marsella. Apenas llegado a la ciudad, el pintor se precipitó a los arrabales porque “los suburbios son el estado de excepción de la ciudad, el terreno en el que ininterrumpidamente se desencadena la batalla que decide entre la ciudad y el campo”. Vuelto a su cuarto, luego de haberse cruzado con “marineros festivos”, “obreros portuarios” y “amas de casa que dan un paseo”, decide complementar la “mágica mano con la que la ciudad me había tomado suavemente por el cuello” con un poco del haschisch que había llevado consigo. “Hasta entonces”, dice, “nunca me había sentido acogido en esa comunidad de experimentados cuyos testimonios, desde Los paraísos artificiales de Baudelaire hasta El lobo estepario de Hesse, me resultaban todos familiares”. Ya fumado, el visitante de Marsella se aterra cuando golpean a su puerta. “Un señor quiere hablarle”. Lo hacen subir y le entregan un telegrama del banco para que confirme con su clave una segura inversión en acciones de la Royal Dutch. ¿Qué hacer?

El haschisch, cree él, todavía no ha hecho efecto. Y cuando hiciera efecto, tal vez no fuera capaz de recordar la contraseña. Si fuera al correo antes de la medianoche, cuando habría de cerrar, es muy probable que le diera hambre. Mejor sería comprar un chocolate. Se detiene frente a una vidriera donde relucen bomboneras y golosinas apiladas, cree él. Pero no, es una peluquería, y el pintor (que está ya fumadísimo aunque no le pareciera) ha confundido afeites, polveras y jabones con golosinas, pelucas con tartas.

Consciente de su propia embriaguez, el narrador pronuncia una de las frases que Benjamin más ha repetido en relación con la dilatación espacio-temporal que es el efecto del consumo de la hierba turca: “Para el que ha comido haschisch, Versalles no es lo bastante grande y la eternidad no dura demasiado”. Llegado a la plaza de Correos, en lugar de entrar al edificio, el pintor se sentó en un bar a ver pasar la gente: el haschisch “me convirtió en un fisónomo”. Transcurrieron los minutos y las horas hasta que súbitamente recordó el telegrama. Pidió una taza de café que no lo despejó porque la taza se puso a flotar en el aire, etcétera. De pronto todos los relojes de la ciudad dieron las doce. El fumado se dijo “Banco” y se dejó caer en un banco de piedra hasta el mediodía del día siguiente, cuando comprobó por los diarios el “alza sensacional en Royal Dutch”. “Jamás me sentí, concluyó el narrador, tan eufórico, tan despejado y tan alegre tras una embriaguez”.


El fragmento guarda en sí un cierto “efecto de verdad”. El consumo de haschisch interrumpe un proceso de acumulación de capital, impide la conversión del artista en millonario o, lo que es todavía más importante, corta la conversión del Usuario del Infinito en propietario de millones. Hay que subrayar este aspecto, ausente en los demás fragmentos benjaminianos, porque es tal vez el que justifica el pasaje a la parábola.

No habría mucho más que agregar.

Se trata de aquello que Roland Barthes llamará “la diosa H” (en Roland Barthes por Roland Barthes): “La facultad de gozar de una perversión (en este caso la perversión de las dos H: la homosexualidad y el haschisch) es siempre subestimada. La ley, la doxa, la ciencia no quieren comprender que la perversión sencillamente hace dichoso o, para precisarlo mejor, la perversión produce un más: soy más sensible, más perceptivo, más locuaz, más distraído, etcétera”.

En “El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea” (1929), Benjamin pone la experiencia de las sustancias psicoactivas en perspectiva revolucionaria: “Este relajamiento del yo por medio de la ebriedad es además la fértil, viva experiencia que permite a esos hombres salir de su fascinación ebria”. Para reivindicar al surrealismo, Benjamin no subraya sus aspectos estéticos sino la teoría de la experiencia que supone:

Es un gran error pensar que solo conocemos de las “experiencias surrealistas” los éxtasis religiosos o los éxtasis de las drogas. Opio del pueblo ha llamado Lenin a la religión, aproximando estas dos cosas más de lo que les gustaría a los surrealistas. Hablaremos de la rebelión amarga, apasionada, en contra del catolicismo, que así es como Rimbaud, Lautréamont, Apollinaire trajeron al mundo el surrealismo. Pero la verdadera superación creadora de la iluminación religiosa no está, desde luego, en los estupefacientes. Está en una iluminación profana de inspiración materialista, antropológica, de la que el haschisch, el opio u otra droga no son más que escuela primaria.

El siglo XX había comenzado con experimentos comunitarios radicales (veganismo, nudismo, amor libre, homosexualidad) que la Gran Guerra cortó de cuajo. El período de entreguerras, durante el que Benjamin entrega lo mejor de sí, retomó esas indagaciones sumándoles la intercesión de las drogas que, en todos los casos, funcionan como una resistencia a la formación del Estado Universal Homogéneo. Para Lenin “la religión es el opio de los pueblos”. Esa asimilación excesiva quiere decir que el pueblo, adormecido, pierde el recto sendero hacia sus fines emancipatorios. En Opio (1930), Jean Cocteau intuye lo mismo: “El opio castiga los fines”. Muchos años después, Giorgio Agamben propondrá un modelo de acción política no orientada hacia unos fines (tales o cuales): Medios sin fin. Nota sobre la política (1996).

El haschisch, el opio, son para Benjamin la “escuela primaria” de la experiencia revolucionaria. Son, en todo caso, intercesores a los que se puede invocar para obtener una iluminación profana:

… la investigación apasionada acerca del fumar haschisch no nos enseña sobre el pensamiento (que es un narcótico eminente) ni la mitad de lo que aprendemos sobre el haschisch por medio de una iluminación profana, esto es, pensando. El lector, el pensativo, el que espera, el que callejea son tipos de iluminados igual que el consumidor de opio, el soñador, el ebrio.

Por eso, de lo que se trata es de “Ganar las fuerzas de la ebriedad para la revolución”. Es sabido que la posición de Benjamin puede caracterizarse como anarco-nihilista y sería fácil, por lo tanto, relacionar sus dichos sobre la experiencia con estupefacientes con los más distinguidos cultores del anarquismo, como Deleuze y Guattari en Mil mesetas: las drogas están del lado de la Máquina de Guerra, como la música, en contra del Aparato de Estado.

Evitemos la facilidad del “Sex & Drugs & Rock & Roll” (pero hagamos notar que la gran fascinación del pensamiento de Deleuze entre los jóvenes de todos los tiempos tiene que ver con esas obsesiones juveniles de la huida fuera del sistema, fuera de la casa). Veamos, en cambio, dónde y cómo alguien ha reflexionado sobre el papel que la industria de la droga tiene en el régimen de acumulación capitalista.

El historiador y sociólogo argentino Sergio Bagú (1911-2002) ocupa un lugar destacadísimo entre los pensadores latinoamericanos. En su clásico libro Tiempo, realidad social y conocimiento (1970) subraya que una fracción muy importante de la producción y circulación de bienes y servicios en la economía estadounidense se desarrolla totalmente al margen de la estructura estudiada por la teoría. Es lo que Bagú llama underworld, el inframundo de gangsters y mafiosos. Los rubros más conocidos del inframundo son el juego ilegal, el tráfico de estupefacientes y la prostitución, pero ese no es más que el punto inicial. Luego, señala Bagú, los excedentes del underworld se vuelcan a la producción de bienes y servicios, lo que incluye “automóviles, bancos, carbón, construcción, cobre, producción de artículos lácteos, confección y venta de trajes y vestidos, alimentación, moblaje, seguros, papel, imprenta, radio, haciendas de ganado, cateo de petróleo, caucho, navegación, acero, fabricación y venta de aparatos de televisión, textiles, transporte”. Describe:

Casi no es necesario argumentar más: el underworld no es un fenómeno marginal, ni una excrecencia incontrolable en la economía estadounidense. Es uno de los sectores más importantes y normales de esa economía, lo que conduce a pensar que esta no podría haber funcionado en el siglo XX sin ese sector. Sin embargo, la teoría económica lo ha ignorado por completo hasta que, en años recientes, aparece ocasionalmente mencionado en algunos autores como fenómeno marginal de valor económico.

Al mismo tiempo, así como la teoría propone un modelo de mundo económico sin inframundo, propone un modelo de poder sin violencia cuando, señala Bagú, está claro que el capitalismo es un régimen de producción compulsivo y violento:

La fórmula política es aquí matemática: si para una demanda de cinco obreros hay una oferta de ocho, uno de ellos puede morirse de hambre en plena libertad si así lo prefiere; pero si de los ocho son seis los que optan por esa vía, el acto se transforma en subversivo y el Estado interviene con todo su aparato para ponerle fin.

Así se entiende toda la potencia de la relación entre drogas (utilizo la denominación en un sentido corriente, no técnico), capitalismo y Estado. Si, como postula Benjamin en su parábola, ciertas drogas cortan el proceso de acumulación capitalista (¿Quién querría ser un millonario?), conviene mantener su consumo en la ilegalidad para, de esa manera, poder someter al aparato represivo (médico-carcelario) a quienes se entregan a sus delicias para sustraerse al régimen de acumulación. Pero, al mismo tiempo, al hacerlo se potencia un sector productivo clandestino, que garantiza la estabilidad del modelo precisamente por su clandestinidad. Bien podría pensarse que los excedentes del underworld de los que hablaba Bagú son los impuestos que esa actividad productiva no devenga al Estado. Solo el valor de la cocaína comercializada en el mercado negro se estima actualmente en un rango comprendido entre cien mil y quinientos mil millones de dólares por año.

Lejos de ser un fenómeno característico del siglo XX y acotado a un solo país, la proliferación de mafias (chinas, rusas, carteles mexicanos y colombianos) vuelve al proceso de producción, distribución y criminalización del consumo una herramienta esencial del Estado Universal Homogéneo para garantizar el régimen de acumulación. Quien se resista a ese proceso sufrirá las consecuencias.

 

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