Julian Barnes

Orwell en el banquillo

Hay que sentir un poquito de pena por el señor y la señora Vaughan Wilkes o por “Sambo” y “Flip”, como les decían los niños a su cargo. Durante las primeras décadas del siglo XX, dirigieron St. Cyprian’s, un colegio primario privado situado en Eastbourne, sobre la costa meridional de Inglaterra. No era peor que muchos otros establecimientos de ese tipo: la comida era mala, el edificio estaba mal calefaccionado, el castigo físico era la norma. Los alumnos aprendían “tan pronto como el miedo nos enseñaba”, escribió años más tarde un ex alumno. El día se iniciaba con una zambulli­da en una gran bañera, helada y fétida; los muchachos se denunciaban unos a otros ante las autoridades acusándose de prácticas homosexuales, y los principios morales que se aplicaban cada día dependían de si un niño contaba con el favor de Flip o si había caído en desgracia con ella.

En algunos aspectos, sin embargo, la escuela era me­jor que otras: tenía buenos antecedentes académicos y Sambo cultivaba una serie de contactos con los colegios privados más prestigiosos, en especial con Eton, por lo que algunos niños inteligentes provenientes de familias decentes con ingresos modestos eran aceptados abo­nando media cuota. Se trataba de un acto de generosi­dad calculado: a cambio, los niños debían recompensar a la escuela distinguiéndose en el aspecto académico.

Con frecuencia, el intercambio funcionó como se esperaba; en los inicios de la Primera Guerra Mundial, los Wilkes han de haber tenido motivos para felicitarse por haber aceptado con tarifa reducida a los hijos del mayor Matthew Connolly, oficial del ejército retirado, y de Richard Blair, ex funcionario del Departamento del Opio del gobierno de India. Tanto Cyril como Eric ga­naron el Premio Harrow (una competencia nacional de historia) y obtuvieron, más tarde, becas para estudiar en Eton en años sucesivos. Los Wilkes habrán pensado seguramente que su inversión había dado el retorno es­perado y que las cuentas cuadraban.

Pero los ingleses de cierta clase –en especial, los que son enviados a internados– tienden a cultivar una me­moria obsesiva y recuerdan aquellos años de enclaus­tramiento como una expulsión del edén familiar y una introducción traumática al concepto de poder ajeno, o bien como lo opuesto, un período dorado y protegido, anterior a la intrusión de la cruda realidad de la vida. Y así, justo cuando la Segunda Guerra Mundial estaba a punto de comenzar, los Wilkes, para su profundo des­agrado, se convirtieron en tema de debate y discusión pública.

El hijo del mayor Connolly, el joven Cyril –rebautizado “Tim” en St. Cyprian’s y considerado en la escuela un re­belde irlandés (domesticado)– publicó en 1938 Enemies of Promise [Enemigos de la promesa]. A pesar de describir con cierto detalle la severidad y la crueldad de “St. Wul­fric’s”, nombre que apenas disimulaba la identidad de la institución, Connolly también reconoció que, para el co­mún de las escuelas primarias, se había tratado de “un ejemplo vigoroso, bien dirigido, que me hizo muchísimo bien”. Flip era “capaz, ambiciosa, temperamental y llena de energía”. Connolly, que se inclinaba hacia la conmemora­ción edénica (en particular, en relación con Eton), recordó los placeres vívidos de la lectura, la historia natural y la amistad homoerótica. Dedicó varias páginas nostálgicas al último tema. El libro de Connolly ha de haber resultado para los Wilkes tan dañino como el incendio que hizo ar­der St. Cyprian’s hasta los cimientos el año siguiente. Flip le dirigió una carta encabezada con la leyenda “Querido Tim”, en la que le decía que había provocado un gran daño a “dos personas que mucho habían hecho por él” y agrega­ba que el libro “hirió muchísimo a mi esposo en un mo­mento en que se encontraba enfermo y vulnerable”.

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