Surgen personajes extraños de las grietas de las instituciones en desintegración. Suelen distinguirse por la ropa extravagante, la retórica grandilocuente y la exhibición de poder sexual. El primer “Trump” de la era de posguerra fue Mogens Glistrup, el rebelde danés enemigo de los impuestos y fundador del nacionalista Partido del Progreso, quien tras haber puesto en práctica sus convicciones fue a la cárcel por evasión fiscal. El holandés Geert Wilders y el inglés Boris Johnson son “Trumps” en el peinado. Tanto Pim Fortuyn como Jörg Haider eran dandis: murieron en sus ropas elegantes. Beppe Grillo, Nigel Farage y Jean-Marie Le Pen son cada uno un tercio de un Trump completo.
Los “Trumps” generan su carisma populista entre los trumpistas desafiando las convenciones: les parecen extraordinarios a aquellos que se ven intimidados, pero no impresionados, por la maquinaria de control social de la sociedad. En retrospectiva, las democracias capitalistas parecen haber estado esperando a sus “Trumps”, hombres y mujeres deseosos de liberar el discurso público de su compromiso con lo creíble. La promesa de Donald Trump de “volver a hacer grande América” es un reconocimiento de que Estados Unidos es un poder en decadencia, que desde Vietnam muestra una humillante incapacidad para ganar –o siquiera concluir– cualquiera de las guerras que ha empezado. Cuando los “Trumps” preguntan por la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), están preguntando por qué debería seguir existiendo un cuarto de siglo después del fin de la Unión Soviética. Los reclamos de proteccionismo económico plantean la cuestión –por mucho tiempo tabú entre los internacionalistas liberales– de si los nuevos acuerdos de libre comercio son realmente beneficiosos para todos, y en particular por qué el gobierno estadounidense debería permitir que su país se desindustrializara. Estados Unidos tiene una compleja política inmigratoria y aun así en su territorio hay once millones de inmigrantes ilegales. Los “Trumps” dicen que esto es raro, y los trumpistas están de acuerdo.
En El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Karl Marx relató el golpe de Estado por el cual en 1851 el sobrino de Napoleón I, Luis Bonaparte, tomó el poder para gobernar Francia primero como presidente y un año más tarde como emperador. Gobernó con el nombre de Napoleón III hasta 1871, cuando el ejército prusiano bajo el mando de Helmuth von Moltke terminó con su gobierno y con su amour-propre. Marx describió el bonapartismo como una forma de gobierno popular con una dirección personalista. Según Marx, este fenómeno aparecía en sociedades europeas que habían llegado a un impasse, con una clase capitalista demasiado dividida y una clase obrera demasiado desorganizada como para influir de algún modo sobre el gobierno. El resultado era un grado de relativa autonomía estatal, que expresaba y ocultaba al mismo tiempo ese impasse entre clases sociales.
La política bonapartista es guiada por la idiosincrasia de su bonaparte. Esta no es una receta para un gobierno eficaz. Dado que una sociedad capitalista bajo un liderazgo de tipo bonapartista carece del poder para controlar o contener las fuerzas del mercado, los capitalistas pueden darse el lujo de que su bonaparte monte espectáculos de bravuconería política; tras bastidores, los mercados siguen haciendo lo que siempre hacen.