Enzo Traverso

Memoria y esperanza de la izquierda

El año 1989 marca una ruptura, un impulso que cierra una época y abre una nueva. Por su carácter inesperado y disruptivo, la caída del Muro de Berlín cobró de inmediato la dimensión de un acontecimiento, un cambio de época que excede sus causas y abre nuevos escenarios, y que se proyecta repentinamente al mundo en una constelación impredecible. Al igual que todo acontecimiento político de gran magnitud, modificó la percepción del pasado y engendró una nueva imaginación histórica en la izquierda. El colapso del socialismo de Estado despertó una ola de entusiasmo y, por un breve período, grandes expectativas de un posible socialismo democrático.

Muy pronto, sin embargo, se hizo evidente que lo que se había derrumbado era toda una representación del siglo XX. Los sectores de izquierda –una multitud de corrientes que incluía muchas tendencias antiestalinistas– se sintieron de inmediato incómodos. Christa Wolf, la más famosa escritora disidente de la antigua República Democrática Alemana (RDA), describió este sentimiento extraño en su relato autobiográfico La ciudad de Los Ángeles: se había convertido en una desamparada espiritual, una exiliada de un país que ya no existía. En lugar de liberar nuevas energías revolucionarias, la caída del socialismo de Estado parecía haber agotado la trayectoria histórica del propio socialismo. Toda la historia del comunismo se reducía a su dimensión totalitaria, que se presentaba como una memoria colectiva y transmisible.

Desde luego, este relato no fue inventado en 1989; existía desde hacía décadas, pero ahora se convertía en una conciencia histórica compartida, en una representación dominante del pasado. De hecho, era mucho más que un simple revival de la vieja retórica anticomunista. Durante los últimos treinta años, conceptos tales como mercado o competencia –las piedras angulares de la terminología neoliberal– se convirtieron en los cimientos “naturales” de las sociedades postotalitarias. Colonizaron la imaginación occidental y moldearon un nuevo habitus antropológico, como valores dominantes de un nuevo “estilo de vida” (Lebensführung) frente al cual el viejo ascetismo protestante de una clase burguesa éticamente orientada –según el clásico retrato de Max Weber– se ve como el vestigio arqueológico de un continente hundido. Los extremos de esa Sattelzeit, de esta época de transición, son la utopía y la memoria. Este es el marco político y epistemológico del nuevo siglo inaugurado por el fin de la Guerra Fría.

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