Vivian Gornick

Las gatas, Doris Lessing y yo

Hace algunos años, después de haber vivido sola durante décadas, me encontré anhelando la presencia de un ser vivo que no fuera yo en la casa y, para mi sorpresa, decidí adoptar un gato. Mi madre me había infundido desde muy temprano su temor hacia todo aquello que se moviera sobre más de dos patas y también a mí, durante la mayor parte de mi vida, me han atemorizado los animales, o bien me resultaron directamente repelentes: los perros, los gatos, las ovejas, las vacas, las ranas, los insectos. Lo que fuera, si se acercaba, me hacía retroceder. Pero entonces el anhelo triunfó y salí en busca de esa criatura afectuosa que pudiera ronronear sobre mi regazo, dormir en mi cama y animar a toda hora el departamento con su presencia extravagante.

Estábamos a fines del verano y en todas partes de la ciudad había jaulas con gatos rescatados al cuidado de voluntarios que trabajaban en centros de rescate. Al instante divisé una pareja de gatitos barcinos de doce semanas de una belleza excepcional, cada uno con rayas negras y grises que formaban distintos diseños, ambos con una carita de tigre dominada por grandes ojos verdes delineados por un perfecto contorno negro. “Me llevo uno”, le dije a la mujer que cuidaba las jaulas. No, dijo, son hembras de la misma camada, no se las puede separar; o las dos o ninguna. Por qué no, pensé, y dije sí, me llevo la pareja.

En muy poco tiempo una profunda ansiedad se apoderó de mí. De pronto, allí estaban: en el departamento. Como Gulliver entre los liliputienses, miré fijo a las gatas y ellas me devolvieron la mirada. ¿Qué iba a hacer ahora? No tenía idea. ¿Qué iban a hacer ellas ahora? Obviamente, tampoco tenían idea. Si hacía un movimiento en dirección a una de las gatitas, ambas retrocedían; si hacía un segundo movimiento, salían disparadas. Después una se escondió durante tres días detrás del sofá, período en el cual la otra maulló con desconsuelo mientras montaba guardia firme en el sitio exacto en el que Gata Uno había desaparecido. Después de eso, hubo días en que ambas se escondieron tan bien que tuve que recorrer la casa como una loca, abriendo a los portazos armarios y cajones, corriendo los muebles de las paredes, llamándolas con desesperación. Estaba segura de que ambas morirían asfixiadas y yo sería acusada por maltrato animal.

Intenté continuar con mis actividades habituales –trabajar en mi escritorio, cumplir con mis compromisos, encontrarme con amigos a cenar– pero una nube negra sobrevolaba sobre mí. Cuando salía, temía lo que pudiera haber pasado en mi ausencia. Cuando estaba en mi casa, daba vueltas por el departamento con la sensación de que ya no tenía un hogar. ¿Qué me había hecho a mí misma? Era como si hubiera deseado un bebé, y luego lo hubiera tenido, solo para descubrir que ni yo ni el bebé teníamos capacidad alguna para relacionarnos.

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