Mike Jay

La mente bien colocada

El significado moderno de la palabra “droga” es asombrosamente reciente. Hasta el siglo XX, el término hacía referencia a la totalidad de los medicamentos (tal como lo sigue haciendo como parte de la voz “droguería”); y fue recién alrededor del 1900 que tomó un sentido más específico para albergar bajo un mismo vocablo lo que, hasta entonces, era un grupo dispar de productos farmacéuticos, químicos utilizados en investigaciones médicas y también hierbas estupefacientes. De todos modos, al comienzo, este nuevo uso de la palabra “droga” quedaba reservado para aquellas sustancias tóxicas y adictivas que solo podían ser consumidas bajo la supervisión de un profesional de la medicina. Pero una vez que el comercio de estas sustancias fue criminalizado, en los primeros años del siglo XX, la expresión empezó a connotar cierta idea de ilegalidad.

Así como el significante “droga” está cargado de asociaciones negativas, podríamos decir que todo lo contrario ocurre con “psicodélico”. Esta palabra fue acuñada en 1956 por el médico Humphry Osmond en una carta que le envió al escritor Aldous Huxley, a quien anteriormente le había administrado la dosis de mescalina que inspiraría su best seller Las puertas de la percepción, de 1954. Huxley buscaba una alternativa para reemplazar los términos que los médicos usaban para describir la mescalina y el LSD, tales como “psicotomimético” y “alucinógeno”, que solían vincular sus efectos con los síntomas de las enfermedades mentales, en especial la esquizofrenia. Huxley tomó dos palabras del griego antiguo: phanein (revelar) y thymós (alma) para proponer la expresión “fanerotimo”. De este modo, encuadraba la experiencia de consumir sustancias dentro del mundo de las revelaciones místicas. Pero Osmond contraofertó la pegadiza “psicodélico”, que también hundía sus raíces en el griego antiguo: psyche (mente) y deloun (manifestarse). Este neologismo dirigía la atención hacia una serie de ideas positivas: expansión mental, crecimiento personal y exploración espiritual. Hasta hace poco, sin embargo, la palabra era resistida por los investigadores clínicos dedicados a estudiar los riesgos de brote psicótico que sufren aquellos sujetos vulnerables, al consumir estas sustancias.

Esta “doble vara” propiciada por el uso del lenguaje resulta exasperante para el profesor en Neurociencias Carl Hart, de la Universidad de Columbia. “En los últimos años, las drogas psicodélicas se han vuelto un consumo chic”, escribe Hart. Él sostiene que “el modo en que son categorizadas las drogas es a menudo discrecional” y depende de quién sea el autor de la clasificación. Algunas drogas consideradas “psicodélicas”, que en su mayoría son consumidas por “gente ‘respetable’ de la clase media blanca”, escapan del estigma que recae sobre otras sustancias ilegales, en particular aquellas que suelen asociarse a ciertos grupos étnicos y a sectores sociales marginados. Por ejemplo, la ketamina –una droga psicodélica y disociativa– está ahora disponible para todo aquel que pueda costearse un sistema privado de salud y acuda a alguno de los cientos de establecimientos psicoterapéuticos que la suministran como parte de sus tratamientos contra la ansiedad, la depresión y el trastorno por estrés postraumático, entre otros cuadros. En cambio, la fenciclidina –más conocida como PCP–, que podría considerarse una “prima química” de la ketamina, aún es percibida como “polvo de ángel”, la droga callejera capaz de provocar agresividad física entre los jóvenes de la comunidad negra. Tanto es así que la PCP es habitualmente citada en los casos de asesinatos de policías como una de las causas del “comportamiento furiosamente violento” de los acusados.

Los informes de toxicología que sustentan estas ideas sobre la PCP suelen ser reproducidos al pie de la letra por los medios, pero Hart asegura que eso también forma parte de una mitología racista en torno al tema. Señala que hay un altísimo porcentaje de falsos positivos en las pruebas que buscan rastros de PCP en el organismo. Y que este tipo de desinformación puede corroborarse en casos como la resonante golpiza que en 1991 sufrió el taxista Rodney King por parte de un grupo de policías, quienes dijeron haber actuado convencidos –equivocadamente– de que el chofer estaba bajo los efectos de esa droga. Hart asegura, además, que todos los estudios supervisados por académicos han fracasado en su intento por trazar una relación entre la PCP y la violencia. La PCP, de hecho, ha logrado reemplazar con éxito a la ketamina como anestesia quirúrgica, dado que provoca efectos similares pero de menor duración y más controlables.

En Estados Unidos, la PCP acaba de verse beneficiada con un nuevo estatus de “medicina autorizada”, lo que en los hechos significa que ahora puede ser recetada, aunque aún “de forma extraoficial”, como complemento de ciertas psicoterapias, sin necesidad de pasar por los exámenes y pruebas que exige para otras sustancias psicodélicas la Administración de Medicamentos y Alimentos (FDA por sus siglas en inglés). La PCP “ha sido categorizada hace mucho tiempo como una sustancia psicodélica”, apunta Hart, y se pregunta entonces por qué los más reconocidos defensores de las terapias psicodélicas permanecieron en silencio frente a la evidente injusticia que se cometía contra esta sustancia. ¿Será que “su misión era custodiar estratégicamente el respaldo del público a unas pocas y seleccionadas sustancias psicodélicas”?

Como neurocientífico avalado por las mejores universidades de la Black Ivy League, el profesor Hart pertenece al cada vez más reducido grupo de expertos que puede analizar la cuestión de las drogas desde una doble perspectiva: la científica y la social. Sus páginas se mueven con fluidez entre la disección minuciosa de la pseudociencia que se genera desde el Instituto Nacional del Abuso de Drogas (NIDA por sus siglas en inglés) –que durante muchos años financió sus investigaciones–, y una serie de retratos profundos sobre la realidad y la normalidad del uso social y recreativo de las drogas. Su libro, sentido y lúcido, es en parte una guía de uso, en parte un manual científico y en parte un manifiesto que impulsa un cambio en las políticas. Y todo eso presentado como una narración personal, una confesión, una historia de conversión.

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