John Banville

El peor enemigo de sí mismo

Si alguna vez un artista necesitó ser protegido de su público, ese fue Vincent van Gogh. Las reproducciones de sus obras más emblemáticas, en especial los paisajes nocturnos ondulantes y la serie resplandeciente de estudios de girasoles que realizó al final de su vida, adornan innumerables dormitorios, salas de estar y baños en todo lo que solía ser conocido como el mundo desarrollado. La popularidad de las obras pintadas en el gran florecimiento de este último período, que comenzó más o menos en la época de su reveladora visita al Rijksmuseum de Ámsterdam en el otoño de 1885 y que terminó con su muerte, menos de cinco años después, a la edad de treinta y siete años, no tiene paralelo. De los grandes maestros entre sus contemporáneos, y estos son muchos, solo Degas puede llegar a rivalizar con Van Gogh como pilar de la decoración de interiores.

¿Qué habría pensado el maestro holandés de su fama póstuma tanto entre la burguesía como entre los multimillonarios? Podemos ubicar con una relativa precisión la fundación del mito de Van Gogh en la novela Lujuria de vivir de Irving Stone de 1934 y en la película Sed de vivir de 1956 basada en el libro, dirigida por Vincente Minnelli y protagonizada por Kirk Douglas como Vincent van Gogh y Anthony Quinn como Paul Gauguin. Irving Stone basó la trama de la novela en su investigación sobre la correspondencia de Van Gogh, una edición en tres volúmenes que se había publicado en 1914, editada por la cuñada del artista, Jo van Gogh-Bonger. La novela tiene todas las características de un blockbuster, y lo mismo puede decirse de la película, pero ambas intentan representar decentemente la vida, y por supuesto la lujuria, de este artista verdaderamente atormentado. En la película, Douglas, que tiene un notable parecido al Van Gogh de muchos de los autorretratos, sobreactúa bastante, aunque no tanto como Anthony Quinn –“Te estoy hablando de mujeres, hombre, de mujeres. Me gustan gordas y viciosas y medio tontas”, dice su personaje Paul Gauguin–, y es a partir de este tipo de caricaturas que se escriben las leyendas.

Para ser justos con el novelista y los cineastas, la vida, y en cierta medida las obras, están hechas con la materia de la que se construyen las leyendas. Si bien realizó miles de obras de arte en su lamentablemente corta vida sobre esta tierra, Vincent –como lo llamaremos, siguiendo su propio ejemplo– no logró vender una sola pintura en vida, a pesar del hecho de que su hermano Theo era un notorio marchand en París que, entre otros éxitos comerciales, construyó la reputación de Gauguin y la fortuna de Claude Monet. Si bien atravesó períodos de dudas profundas, Vincent sabía que algún día su obra sería reconocida por su verdadero valor. De todos modos, ni siquiera en sus raptos más exaltados de optimismo, y hubo unos cuantos, podría haber soñado que sus pinturas revolucionarias en su discordancia algún día serían tan apreciadas por el gusto popular.

Hubo numerosas ediciones de las cartas de Van Gogh antes de la correspondencia reunida por Van Gogh-Bonger tras la muerte de su esposo, Theo van Gogh.1 La primera edición académica, del crítico inglés Douglas Cooper, se publicó en 1938, en tanto que la colección definitiva fue establecida por el sobrino del artista, Vincent Willem van Gogh, y publicada entre 1952 y 1954. Luego, en 1994, el Museo Van Gogh y el Instituto Huygens, en los Países Bajos, reunieron a un equipo de editores y traductores para realizar una edición completa de las ochocientas veinte cartas que sobrevivieron, publicada en 2010 en seis suntuosos volúmenes. Vincent van Gogh: A Life in Letters es una selección representativa de setenta y seis de esas cartas.2

El libro es un logro espléndido, las cartas fueron seleccionadas con perspicacia, editadas con meticulosidad y bellamente impresas. En el comienzo, una nota al lector nos asegura que “la fidelidad absoluta a las palabras originales de Van Gogh es un principio fundamental que subyace a esta versión en lengua inglesa, que las reproduce lo más cercanamente posible, acorde a la legibilidad y sin interpretación”. Una característica
notable de esta edición en un volumen, comparada con su predecesora mucho más extensa, es la inventiva como fundamento para elegir las ilustraciones, característica que ilumina y define
brillantemente el texto.

En relación con el título, sin embargo, hay que hacer una aclaración: las cartas brindan un retrato detallado del artista, de su pensamiento y de sus métodos de trabajo, pero están lejos de componer una vida (ni siquiera la edición en seis volúmenes, más allá de todos sus esplendores, hace eso).3 Vincent fue un gran escritor de cartas, quizás el más grande entre los pintores, y vastamente prolífico en su correspondencia, pero estaba demasiado ocupado trabajando, y no lo suficientemente interesado en sí mismo ni en sus asuntos diarios como para que esta selección equivalga a una biografía epistolar. Las cartas individuales son con frecuencia muy largas –si bien nunca más de lo que deberían– y hay algunas posdatas más largas que las cartas a las que están agregadas; tienen desperdigadas por todas partes anotaciones, marginalia y esbozos en pluma y tinta, de modo tal que se convierten en documentos bellos y absorbentes en sí mismos; pero no nos dicen mucho sobre la vida cotidiana de Vincent. Sin duda uno de los más solitarios entre los grandes artistas, forzosamente vivió en gran medida una vida dentro de su cabeza.

Vincent provenía de una progenie de clérigos protestantes; tanto su abuelo paterno como su padre fueron pastores en la provincia holandesa de Brabante del Norte. Este último adhería al movimiento llamado Groningen, que rechazaba los dogmas ortodoxos de la Iglesia Reformista holandesa y destacaba en cambio la influencia de la gracia divina en el individuo, quien podía hallar una vía directa hacia Dios a través de la acción del espíritu y el intelecto. En su juventud, Vincent, como Simone Weil, estaba a la espera de Dios, y después de una gran lucha y de tormentos, su espera fue recompensada cuando halló al menos una versión de lo divino no en el reino de los cielos, sino en las actividades de los hombres y las mujeres comunes, y en la belleza sublime y dura del mundo natural mediado por la pintura y la literatura.

Por más devotos que fueran sus padres, tempranamente reconocieron que lo que Vincent necesitaba con mayor urgencia era un trabajo bueno y seguro para contrarrestar su ya evidente neurastenia y preocupación obsesiva por la religión. En 1869, por recomendación de un tío empresario, fue a trabajar como aprendiz a la sucursal de La Haya de los comerciantes de arte Goupil y Cie. Allí se le sumó cuatro años después su hermano menor Theo, quien iba a jugar un rol crucial en su vida y su obra; es probable que sin su apoyo espiritual y, más aun, sin su apoyo económico, Vincent no habría podido sobrevivir como artista.

Posteriormente Vincent fue trasladado a la sucursal de Londres y luego a la de París de Goupil, pero la firma lo despidió, amable pero definitivamente, en 1876. Volvió a Inglaterra y, de entre todos los trabajos posibles, halló un puesto en una escuela de Ramsgate, y luego en la misma escuela cuando esta se mudó a Londres. Él y otro maestro eran responsables de los veinticuatro alumnos entre las seis de la mañana y las ocho de la noche. Van Gogh enseñó “un poco de todo”, lo que incluía francés, alemán, matemáticas y “recitado”, y en su tiempo libre hacía trabajos ocasionales en la escuela. Si bien parece haber sido un buen maestro, lo que realmente quería era enseñar la palabra del Señor mediante los Evangelios. De modo que desde el principio estuvo suspendido entre el arte y la religión, los dos polos magnéticos de su vida.

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