Sarah Churchwell

El fascismo estadounidense no es algo nuevo

Mientras la policía, militarizada y armada con equipos antidisturbios y vehículos blindados, avanzaba contra grupos de manifestantes pacíficos en ciudades de todo Estados Unidos y el presidente salía de un búnker para ordenar que se arrojara gas lacrimógeno contra los ciudadanos camino a una iglesia a la que nunca había asistido, con una Biblia en la mano que nunca había leído, muchas personas recordaron una famosa frase que suele atribuirse a la novela Eso no puede pasar aquí (1935) de Sinclair Lewis: “Cuando el fascismo llegue a los Estados Unidos, lo hará envuelto en la bandera y portando una cruz”. Como la novela presenta una de las advertencias más recordadas sobre el fascismo estadounidense de las tantas producidas en los años de entreguerras, en este último tiempo se le ha atribuido la admonición, pero no se trata de palabras de Sinclair Lewis.

Es probable que el autor del adagio haya sido realmente James Waterman Wise, hijo del ilustre rabino estadounidense Stephen Wise, una de las tantas voces de la época que instaba a la población a reconocer la gravedad del fascismo como una amenaza interna. “Los Estados Unidos del poder y la riqueza –advertía Wise– necesitan del fascismo”. El fascismo estadounidense podría surgir de “las ligas patrióticas, como la Legión Estadounidense y las Hijas de la Revolución Estadounidense… y puede llegar envuelto en la bandera estadounidense o en un periódico de Hearst”. En otra de sus conferencias de esos años lo expresó de una forma ligeramente distinta: es muy posible que el fascismo estadounidense llegue “envuelto en la bandera estadounidense y anunciado como un llamado a la libertad y la defensa de la constitución”.

Por definición, un fascismo estadounidense haría uso de símbolos y lemas estadounidenses. “No esperen verlos alzar la esvástica –advertía Wise– o emplear cualquiera de las formas populares del fascismo europeo”. El carácter ultranacionalista del fascismo implica que opera a través de su propia normalización, apelando a costumbres nacionales que resultan familiares para promover la idea de que no ha habido una modificación en los asuntos políticos. Tal como lo proclamó en 1934 José Antonio Primo de Rivera, líder y fundador del partido protofascista Falange Española, todos los fascismos deberían ser locales y autóctonos:

Italia y Alemania […] recuperaron su propia autenticidad, y si nosotros hacemos lo mismo, la autenticidad que hallaremos también será nuestra: no será la de Alemania o Italia. Así, al reproducir el logro de los italianos o los alemanes, nos volveremos más españoles que nunca […] En el fascismo, como en los movimientos de todas las épocas, hay ciertas constantes que subyacen a las características locales […] Lo necesario es un sentimiento total hacia la patria, hacia la vida, hacia la historia.

Samuel Moyn sostuvo recientemente que era un error comparar la política de Trump con el fascismo porque su administración “defiende causas con raíces profundas en la historia estadounidense. La explicación de sus resultados no necesita de una analogía con Hitler o el fascismo”. Pero esto es suponer que el fascismo no tiene sus propias raíces profundas en la historia de los EE. UU. Es debatible –por no decir, excepcionalista– presuponer que nada de origen estadounidense pueda ser fascista; esto obliga a preguntarse por el fascismo estadounidense antes que a poner en cuestión su existencia. Expertos sobre el fascismo como Robert O. Paxton, Roger Griffin y Stanley G. Payne desde hace tiempo sostienen que el fascismo nunca puede parecer extranjero a sus seguidores. Como afirma que se dirige “al pueblo” y que su objetivo es recuperar la grandeza nacional, cada versión del fascismo debe tener su propia identidad local. Creer que un movimiento nacionalista no es fascista por ser autóctono es no entender en absoluto la cuestión.

Históricamente, los movimientos fascistas se caracterizaron también por el oportunismo, una capacidad para afirmar todo lo que fuera necesario con tal de acceder al poder, lo que vuelve a una definición aún más opaca. El intento de identificar su núcleo, el átomo indivisible del fascismo, ha resultado imposible. Nos queda lo que Umberto Eco llamó lo “enmarañado” del fascismo y otros sus “doctrinas vagas y sintéticas”. Existen buenas razones para oponerse al intento de usar taxonomías a fin de establecer lo que se denomina un “mínimo fascista” como si un listado de elementos pudiera diferenciar de modo cualitativo el fascismo de otras dictaduras autoritarias. Algunos creen que el antisemitismo es una prueba de fuego, otros el genocidio. ¿Cuenta el colonialismo? Aimé Césaire, C. L. R. James y Hannah Arendt, entre otros pensadores notables cuya vida estuvo atravesada por los primeros fascismos, pensaban sin duda que sí, y consideraban que el fascismo europeo infligió sobre cuerpos blancos lo que los sistemas coloniales y esclavistas habían perfeccionado sobre cuerpos negros y morenos.

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