Enzo Traverso

Discusiones con Didi-Huberman

Comenzaré, antes de abordar cualquier cuestión metodológica, por indicar la primera razón de incomodidad experimentada al salir de su exposición. Vivimos en una época en la que palabras tales como “sublevación”, “revuelta” o “revolución” han sido intervenidas y están en camino a perder su significado. En el fondo, esta confusión semántica no hace más que reflejar una desorientación política más general. Hoy en día, todo se ha convertido en “revolucionario”, desde el último iPhone hasta un nuevo auto: fue al publicar un instant book titulado Revolución, hace cinco años, que un banquero entró a la política y luego fue elegido como presidente de la República Francesa.

En el mundo de la investigación, el concepto de revolución devino igual de ambiguo: mientras que octubre de 1917 es hoy comúnmente calificado como golpe de Estado (véase, por ejemplo, una exposición titulada Rouge, que tuvo lugar en el Gran Palacio en 2019), los historiadores tienen el hábito de agrupar el ascenso al poder de Mussolini en Italia, en 1922, y de Hitler en Alemania, diez años más tarde, bajo la categoría de “revolución fascista” (véanse los trabajos de historiadores como Emilio Gentile, Roger Griffin, George L. Mosse y Zeev Sternhell).

En este contexto, una exposición llamada Sublevaciones, en la que se mezclan, sin explicación alguna, imágenes de las barricadas de 1848, de la Comuna de París, de la insurrección espartaquista de 1919, de la Revolución mexicana o de la Resistencia griega, con fotos que muestran un vaso de leche volcado en una mesa, figuras de cuerpos en trance suspendidos en una habitación o en el jardín, un pedazo de adoquín contenido en una pequeña caja titulado “Caja optimista N° 1”, una cinta roja que ondea gracias al aire que emite un ventilador, un sachet de plástico elevado por el viento y otros objetos del mismo tipo, me pareció una exposición que participa, más allá de sus intenciones, en esta confusión semántica y esta desorientación política.

A partir de la distinción canónica –retomada en mi libro con la obra de Arno J. Mayer como guía– entre revuelta y revolución, usted me reprocha fijar una jerarquía política que considera engañosa. Desde su punto de vista, no habría mucho interés en diferenciar los términos: la revuelta como una explosión efímera de cólera, limitada en sus ambiciones y su alcance, a menudo agotada tras un estallido espectacular (tal como la manifestación del 15 de julio de 1927 en Viena, magníficamente descrita por Elías Canetti en su autobiografía y en Masa y poder); la revolución como inversión del orden establecido, encarnada por autores organizados, orientada por un proyecto político de cambio e inspirado por un fuerte imaginario utópico. Sé bien que las fronteras que separan revuelta y revolución son inestables y cambiantes, que muchas veces la revuelta fue la chispa de la revolución y que la distinción conceptual entre las dos no puede intervenir más que retrospectivamente, pero sigo convencido de que la inteligibilidad histórica necesita esas clasificaciones.

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